Previo a la navidad se dio a conocer un video breve en el que observamos un grupo de mujeres feministas que irrumpe en lo que parece ser un culto evangélico al aire libre en Puerto Montt. Ellas saltan y gritan, algunas están con su torso desnudo, mientras se oye a un predicador también gritando y orando, como haciendo una especie de infructuosa “guerra espiritual” con esa interrupción.
Por lo que averiguamos habría sucedido que ambos grupos se reunieron en una plaza pública, y en ese contexto el grupo feminista interrumpió el culto público.
¿Qué podemos decir al respecto? Varias cosas.
Si es que esta interrupción no respondió a una agresión previa por parte de los hermanos y hermanas (lo cual en todo caso no sabemos), obviamente lo primero es condenar este hecho, pues parece ser a priori una manifiesta falta de respeto que no hace bien a la convivencia democrática. Así, decimos sin vacilaciones y sin matices que no está bien y debe ser rechazado y lamentado, ya que como grupo evangélico tenemos derecho a la libertad de culto. Esto, sabiendo que el evangelio nos demanda orar por los que nos ofenden, pidiendo justicia sin caer en la venganza.
Lo segundo es reflexionar un poco, y preguntarnos, ¿por qué estas feministas podrían sentirse motivadas a hacer esto?
Allí hay que entrar a trabajar el tema de la imagen que lo evangélico proyecta sobre el tema de la situación de las mujeres.
Permítanme hablar a título personal como La Otra Canuta. Desde niña he sido criada en una iglesia bautista, que estaba repleta de hombres y mujeres que trabajaban en conjunto. Yo misma comencé a desarrollar una «carrera ministerial» donde a una corta edad ya hacía clases, ya preparaba sermones incluso, y me repartía entre servir la mesa y enseñar de la biblia a hombres, mujeres y niños. Mis grupos de jóvenes eran mixtos, y en general estaban liderados por mujeres.
En Quilicura, donde me congregué los últimos años, las enseñanzas de los estudios bíblicos los lideraba una mujer anciana, que había sido profesora de lenguaje y que era muy sabia e instruida en los asuntos bíblicos. Soy hija de un pastor que estudió 5 años en el seminario, y de una mujer que tuvo que «parar la olla» porque a mi papá no le pagaban ni el sueldo mínimo en su momento. En síntesis, mi experiencia biográfica y cristiana era muy ecuánime: nací y crecí con mujeres y hombres repartiéndose las tareas más complejas y más sencillas por igual.
Sin embargo, cuando fui creciendo conocí otras realidades que al parecer son más típicas.
En la U me di cuenta que los grupos cristianos los lideraban hombres -muy intelectuales-, que las mujeres de iglesias pequeñas solíamos cantar y hacer clases a niños, niñas y adolescentes, y que los hombres lideraban los grupos de jóvenes. Descubrí que había iglesias donde las mujeres sencillamente no participaban, no tenían acceso al púlpito, no tenían voz, no tenían voto ni posibilidad de liderazgo sobre los hombres, y se dedicaban a las tareas típicamente «femeninas»: orar (una gloria por cierto que no lo parece tanto cuando es lo único que puedes hacer), hacer aseo, servir, y en algunas iglesias pentecostales ser «relacionadoras», esto es, ser una linda señorita soltera que pasa la ofrenda y cuyas reglas parecen indicar que la función de este cargo es lograr visibilidad para lograr marido (se supone que si te casas, tienes que dejar el cargo a través de un ritual de entrega de tu traje…). Esa realidad era sumamente nueva para mí. En fin, descubrí que mi iglesia era un poco extraña.
A lo largo de mi vida he ido notando que la gran mayoría de evangélicas que conozco no tienen e incluso se prohíbe tengan cargos de liderazgo en sus iglesias, y peor aun, algunas ni siquiera han subido al púlpito, jamás, como si fuera un trono dado a los hombres. He visto a hombres y mujeres dar la pelea por esos cambios sin éxito. Peor aún: sé que esa la visión que tienen quienes no son evangélicos de nosotros. La gente común y corriente asume que las mujeres evangélicas somos sumisas y serviciales (no creo que sea un problema serlo en todo caso), pero no nos ven como eruditas o lideresas. Sencillamente, porque la imagen pública es que nuestras iglesias evangélicas son tremendamente machistas.
Peor aún, todos hemos visto situaciones, predicaciones, actitudes y reglas misóginas, estereotipadas, prejuiciosas, y derechamente violentas contra las mujeres en las iglesias que van desde no reconocerles las mismas capacidades o funciones que a los hombres, hasta forzarlas a soportar la brutal violencia de género de los esposos a pretexto de perdón sin arrepentimiento; desde culpabilizarlas por los abusos sexuales “por andar tentando al hermanito/pastor” supuestamente con su vestimenta o actitud y creando estrictas reglas de vestimenta por ello, hasta relegarlas a trabajar en la cocina o excluirlas del campo de decisiones; desde proponer el encarcelamiento de la mujer que aborta como única reacción al drama del embarazo no deseado, hasta cuestionar que una mujer pueda realizar las mismas funciones que un hombre en la vida laboral, educativa o doméstica; desde la complicidad y silencio cuando se conocen situaciones de abuso a niñas y mujeres por consideraciones de imagen eclesial o familiar, hasta simplemente asustarse de forma burda porque un hijo manifiesta algún interés que pudiera considerarse “afeminado”.
En mi experiencia laboral, he observado que el número de mujeres evangélicas que son víctimas de abusos sexuales y que han develado sus experiencias sólo lo hacen cuando crecen, pues sólo un grupo pequeño se atreve a denunciar producto de la presión a la que son sometidas por sus iglesias o por sus familiares cristianos pues fueron convencidas de que debían perdonar a su agresor sin que existan consecuencias para él ni reparaciones para ella, como si nada, porque de otra manera destruirían a la familia, e incluso la carrera eclesiástica de su agresor.
¿Qué nos dice eso? Que la iglesia evangélica sí puede generar y ha generado instancias en donde se termine encubriendo un delito sexual (ser sumisa, perdonar a quien nos ofende sin buscar justicia, no hacerle daño al «siervo», culpabilizarlas diciendo cosas como: “debes haberlo imaginado, el pastor / hermano es un hijo de Dios”, “siempre has mentido”, “que Dios te castigue por ir contra el elegido del Señor”, etc.),
Ahora bien, ¿qué les parece que, estando en un culto al aire libre, pueda venir un grupo de mujeres a decir que la iglesia viola, que la iglesia encubre, que la iglesia es pedófila? Por cierto que yo no violo, no encubro ni soy pedófila, pero los casos en la prensa de las niñas, niños y adolescentes que han sido víctimas de abusos de tipo sexual en el seno de una iglesia evangélica, son más de los que quisiera imaginar. Más aun: según La Tercera, en la última década se han abierto causas penales contra 42 pastores de iglesias cristianas por abuso, y casi el 60% de ellas tiene condenas. Como abogada penalista les pregunto: ¿saben lo difícil que es lograr una condena en casos de abusos? Es realmente difícil.
Así las cosas, ¿debemos sentirnos ofendidas y ofendidos si nos dicen o gritan también «el violador eres tú»? Dios nos guíe a la erradicación absoluta de las dinámicas que permitan la violación y abuso en contexto eclesial, Dios permita que le creamos más a nuestras hijas que al «enviado del Señor», Dios nos ayude a comprender que el abusador se escuda en su poder y manipulación. Yo soy hija de pastor, y me duele muchísimo (realmente mucho) que digan por ejemplo que los pastores “son el violador”. Mi papá es pastor y no lo es, por cierto. Sin embargo, puedo entender con total empatía por qué la gente nos tiene tanta bronca, por qué el feminismo podría señalarnos como el opresor: pues hay suficientes pastores e iglesias que han abusado de su poder como para que nos puedan encasillar a todos, condenando a las mujeres al ostracismo, la inferioridad, los estereotipos y teniendo reacciones insuficientes ante las situaciones de abuso.
Vale agregar que a la fecha en que escribimos esto, en Chile se registran 45 femicidios consumados y 105 femicidios frustrados, ¿qué hemos hecho como iglesia para prevenir la violencia intrafamiliar? ¿Cuántas de nuestras abuelas vivieron golpeadas por un marido evangélico o fueron golpeadas por maridos evangélicos sin que la iglesia hiciera nada por ellas más que pedirles que aguantarán y se sometieran a la situación? ¿Cuántas de nuestras mamás son aplastadas por ser el vaso frágil y la sierva fiel, sin contradecir al sacerdote del hogar? Ojo que tal como señala Fundación VASTI (fundación de origen evangélico que se ha dispuesto a trabajar la violencia de género dentro de las iglesias), si una mujer en promedio demora 7 años en hablar sobre la violencia que ejerce su marido, en el mundo eclesiástico aquello promedia 10.
Si en sus iglesias han hecho algo, les invitamos a no ofenderse sino más bien a aportar en los comentarios cómo han ido enseñando la no violencia contra la mujer, sea esta sexual, física o psicológica.
Nuestra invitación es que, si nos toca ser parte de «un violador en tu camino», pongamos la otra mejilla y reflexionemos cómo podemos dejar de serlo para una sociedad que cree que lo somos, y dejar de ofendernos mirándonos el ombligo.
Por último, también queremos reconocer que muchas iglesias, fundaciones, organizaciones, valores e ideas evangélicas han llevado a las mujeres a encontrar refugio, liberación y salida contra la violencia, estereotipos y desigualdades que les asfixian. Les invitamos a seguir en ese trabajo, es cada día más necesario.
Finalmente, y como es la tónica de EOC, les dejaremos algunas mujeres significativas para nuestra historia canuta y para el activismo feminista como luz de esperanza y como camino trazado a seguir, que demuestra por lo demás las vinculaciones históricas de nuestra fe con el feminismo: Sojourner Truth, la madre del feminismo negro fue evangélica; Antoinette Brown Blackwell la primera pastora evangélica fue además una vehemente reformista social que luchó ampliamente por el derecho a al educación de la mujer en el mundo; Patrocinia Carmona Godoy -la primera pastora ordenada chilena- fue una metodista que dio la lucha por la igualdad de la mujer con el hombre; la educadora Agnes Graham fue una bautista que lideró un colegio en Chile en que mujeres fueron educadas para ser profesionales y no bajo la imposición de ser solo dueñas de casa; la gran feminista latinoamericana (quizá la más importante) Juana Manzo, fue evangélica congregándose con los anglicanos; la gran lideresa metodista Catherine Booth, escritora del “Derecho de las mujeres a predicar el evangelio” hizo del Ejército de Salvación una institución que predicó e instaló el tema de la igualdad entre hombres y mujeres no solo dentro de sí sino en cada lugar al que fueron; el movimiento sufragista en Estados Unidos e Inglaterra estuvo lleno de evangélicas y protestantes sino casi exclusivamente liderado por ellas; la gran predicadora metodista María Aguirre Aguilar fue una de las líderes del Movimiento de Emancipación de la Mujer en Chile y amiga entrañable de Amanda Labarca; la primera alcaldesa de Santiago, la gran Graciela Contreras Barrenechea era evangélica; Emily Davison, la gran mártir del feminismo británico que murió arrollada por un caballo mientras protestaba por sus derechos, era una piadosa protestante anglicana que basó su lucha en el evangelio; la fortísima Carry A Natión del movimiento sufragista era evangélica; el movimiento evangélico de temperancia fue una de las tantas formas que tomó la lucha feminista contra la violencia de género causada por el alcoholismo, la gran misionera protestante Alice Gordon Gulick es considerada madre de la educación de la mujer en España, la gran Coretta Scott King fue una prominente líder evangélica bautista y feminista; qué decir de Aretha Franklin quien con su voz alzó la bandera del evangelio y fue una de las voces más poderosas del feminismo del siglo XX, la gran lideresa feminista luterana Leymah Gbowee es otra feminista protestante de gran relevancia mundial.
En fin, podríamos seguir largamente con personajes, aportes, y colaboración entre lo protestante evangélico y el feminismo en la historia universal y local. El punto es que existimos muchos y muchas evangélic@s y protestantes que sentimos respeto, admiración y apoyamos en general el movimiento de las mujeres por la igualdad, la dignidad, por defender su igualdad con el hombre, por la eliminación de prejuicios y violencias, y no lo hacemos porque queremos traicionar nuestra fe o porque vivimos con una contradicción de ideas opuestas, al contrario, sino porque al haber abrazado el evangelio creemos que Cristo eliminó las barreras, distinciones y separaciones, y nos planteó la radical igualdad entre hombres y mujeres, creemos en un Dios que no tiene sexo sino quem ujeres y hombres son su imagen; creemos que las violencias e injusticias contra la mujer suponen acepción de personas, implican un trato contrario al valor del amor, contrario a la paz, contrario al evangelio e intentamos luchar contra nuestras actitudes y concepciones machistas, patriarcales y sexistas.
Nos duele por cierto que se piense que todos los evangélicos somos contrarios a los derechos de las mujeres, porque no es cierto, tenemos de hecho una vinculación histórica importante en la historia del feminismo; sin embargo nos duele más que en realidad haya buenas y numerosas razones por las cuales la gente realmente lo cree a partir de nuestra realidad actual en Chile y tantas partes.
